EJERCICIO NO. 4 - ESCUELA DE ESCRITORES - BIENVENIDA A CASA




"Bienvenida a casa"

 
 

            La chaqueta de Javier reposaba sobre la silla. Alicia, con sus grandes ojos verdes, escrutaba todos los pliegues de la ropa mientras acariciaba la tela con sus manos. La cogió y se recostó contra el respaldo de la cama. Abrazó la chaqueta contra su pecho, sumergiéndose en el olor a paño y jugó con uno de los hilos sueltos de su solapa. La puerta de su habitación se abrió y entró su hija. Portaba un plato que se pasaba de mano en mano para no quemarse. Se sentó y cogiendo la cuchara, removió la sopa mientras soplaba para enfriarla. Su madre moría y ella guardaba silencio.

 

            Entre cucharada y cucharada, su madre le contó que el día que conoció a su padre, vestía la misma prenda. Se abrochaba y desabrochaba sus botones rojos abriendo sus brazos de aquella forma tan personal. Aquel hombre de ancha espalda y sonrisa amplia le había sacado de su casa, llevado a otro lugar y cambiado su definición de la vida. Poco a poco, a base de conseguir mesa, sofá, sillas, aparador, cama, sábanas y armario, construyeron su hogar. Recién terminada la construcción de la casa, otro accesorio fue añadido a aquella vestimenta. Los parches de los codos. El día que nació Esmeralda, su padre llevaba el mismo traje. Javier restregó sus codos sobre la superficie de la mesa hasta gastar completamente el tejido. Se frotó tanto contra ella que la coloreó  con el verde de la chaqueta. Una vez en sus brazos, la acunaba todas las noches y le cantaba una nana mientras Esmeralda se dormía tanteando la parte donde terminaba el paño y empezaba el parche. Así pues, botones y parches le traían buenos recuerdos. El único objeto maldito en aquella chaqueta, estaba doblado en pico y sobresalía por el ojal con sus eternas iniciales J.S. Lo desdobló Javier, para secar las lágrimas de Alicia, aquel día que el periódico, que descansaba sobre la mesa, informó del comienzo de la guerra. Trabajaron, ahorraron y pagaron aquel salvoconducto que les sacaría del país. Más tarde, con los brazos en jarra ante otro diario cuyas letras no entendía, decidió organizar una “resistencia”. Otros hombres le siguieron pero fue en vano. Llegaron ellos y provocaron la única mancha en aquella chaqueta que nunca se borró. Los metieron en una celda de olor nauseabundo, con ratas deambulando en su búsqueda por un pedazo de comida. Por las noches, se acostaban con el cuerpo dolorido, tras ingerir un chusco de pan pastoso mezclado con la sangre arrancada tras las palizas. Sangre y pan. Un día, Javier robó una cuchara de la sala donde comían y desenroscó todos los tornillos del retrete. Saltaron a la fosa y atravesaron por el subsuelo hasta salir del barracón. Llovía. Corrieron a la verja y apoyándose en él, Alicia alcanzó la libertad. Javier, no. Habían envuelto a Esmeralda en su chaqueta y la bala perforó la camisa de su padre que cayó desplomado.

 

Dos lágrimas, como la lluvia de aquel día, caían de los ojos cerrados de Alicia. Su hija dejó de darle la cena y le acomodó la almohada. En su sueño, su madre volvía a la misma casa, con la misma luz de antaño. Al abrir los ojos, a los pies de su cama, un hombre de manos grandes y ancha sonrisa ocupaba la silla donde una vez residió una chaqueta. Alicia, sin dejar de sonreír, pronunció un “hola cariño”. Javier, con su chaqueta verde de botones rojos, su pañuelo en el ojal y su hilo suelto le sonrió. “Bienvenida a casa”, le dijo.     

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