ESCUELA DE ESCRITORES - EJERCICIO NO. 10 - GLOCKULA



Glockula





Y fue que tras la cruenta guerra, volví a Lappo y expié mis pecados en Glockula. Aún recuerdo el día. El mar estaba en calma y el cielo, gris, con la claridad de un sol semioculto. Nuestra embarcación iba abriendo camino hacia el único embarcadero de aquella isla como cuchillo deslizándose a través de mantequilla. Mi hermano Tuomas, que poco después nos dejó, iba guiando la quilla de la barca y en la pequeña bahía, podían verse bisones que avanzaban grácilmente, con sólo su cabeza fuera del agua.

El agua era casi transparente y estaba infestada de algas, largas y verdes. Volví a este idílico paraje justamente para buscar aquello que ahora había perdido, paz. Ésa misma que me invadía cuando era pequeño y nadaba entre aquellas flores de agua, con sus largos cuerpos serpenteantes acariciándome tras cada brazada. Qué extraños y lejanos me parecían esos momentos, esa sensación, la de pertenecer a esa naturaleza. La funesta separación se debía a mis pecados. Había desatado un infierno de sangre y destrucción hasta el punto que ya no sabía quién era. Sentía un monstruo crecer dentro de mi y mi nombre ya no era Parsi. En esos instantes, en los que me veía completamente perdido, el único pensamiento claro que tenía era que quería volver a ver la luz de Glockula.

Glockula era el edificio más importante y grande de la isla. También, el único centro religioso de todo el archipiélago. Estaba habitado por apenas veinte almas que se alimentaban exclusivamente de lo que la tierra y el mar les daba. Había, sin embargo, un fuerte enlace entre los naturales, tejido a base de vida comunal e intercambios de comida y rezos. Aquel era un lugar de retiro donde no llegaban ni las guerras ni las noticias. Pero llegué yo y no de forma esperada. Tuomas tuvo que llevarme hasta la puerta porque yo no me tenía en pie. Cuando llamamos pidiendo asilo en aquel santuario, dimos con alguien nos recordaba y no por buenas razones. Era nuestro padre, Mika. Tenía la misma mirada severa que aquel día en el que nos vimos por última vez. Al ver mis ojos, medio mortecinos y crueles, que le hablaban de la barbarie presenciada, elevó el rostro y se hizo a un lado. Me imagino que fue difícil para él tomar aquella decisión ya que no quería manchar la santidad de aquel lugar y, de paso, no quería volver a vivir el episodio de violencia anterior, durante el cual nos habia expulsado cuando intentábamos refugiarnos en aquel lugar, perseguidos por secuaces del bando contrario. Dijo que "no podía poner en peligro a su gente" y nos exigió que saliéramos.


Tras franquear la entrada, los siguientes días fueron una mezcla de sueño y oraciones. En algunos pasajes oníricos imaginaba la reconciliacion con mi padre. A veces, abría un ojo y le veía, postrado y con los ojos cerrados, rezando. Otras, era mi hermano quien estaba allí, apoyado contra la pared. Nunca velaban juntos. Un día abrí los ojos y encontré a mi padre. Antes de que hablase, me hizo una señal para que guardara silencio. Me pidió que me echara en el camastro y escuchara. Cerré los ojos y oí un gong, un sonido vibrante y penetrante. Mi mente se fue a otro lugar, a uno lleno de escalones, con lienzos de colores, colgados de los tejados de casas engalanadas, rojos, verdes, amarillos, ondeando al viento. Me vi atravesando estancias, arcos y a través de todos ellos encontré cada vez más relajación. Pero después la escena se tornó oscura y sentí como la tierra palpitaba bajo mis pies. Un ejército chocaba de frente contra otro y yo estaba en medio. Los sonidos metálicos de las espadas dieron paso a un fuego que arrasó con todos los soldados y tras ellos no quedó más que blancura. Cuando ésta me envolvió, desperté. Mika estaba allí, sentado en el suelo. Entonces comprendí la paz que sentía este hombre. Era por la ausencia de odio, de vergüenza. Me quedé callado, contemplando el silencio y las lágrimas afloraron a mis ojos. No podía dejar de llorar. No habían palabras para describir aquel sentimiento. Abracé a mi padre y entre llantos le pedí que me perdonase. Me dejó llorar hasta que todo resentimiento quedo en el pasado y entonces, a través de toda aquella locura, a través de los muertos y las ansias de conquista, de la sed de poder y la inutilidad de la lucha, recibí mi pequeño rescoldo de paz. La travesía sin sentido dio paso a una certidumbre y una anchura del alma que me era desconocida. Fue como si mi corazón hubiese rescatado la memoria de aquello que solía llamar mi sencilla alegría.

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