DESBLOQUEA TU ESCRITURA - EJERCICIO NO. 2 - EUGENIO




EUGENIO




Sólo los privilegiados se sentaban a la mesa de Eugenio. No lo eran porque tuvieran mucho dinero ni porque viniesen de noble cuna, simplemente él, por su carácter, te aceptaba o no. Era lo más parecido a un perro que sólo elige a un amo y a los que se le acercan. De hecho, hubiera sido uno de presa de haber podido elegir. Mi padre siempre me decía que era más duro que un clavo en un ataúd y cumplía con sus promesas si le pedías algo.

Todavía recuerdo el día que le conocí. Fue en Sanlucar La Mayor, donde vivíamos. Por la tarde. Confieso que me impresionó porque yo tenía cuatro o cinco años y por las cosas que escuché de mi padre. Estaba en su salón, una habitación minúscula y austera donde cabían sólo un mueble (con una televisión) y un par de estanterías en la pared, blanca y sin cuadros. Se hallaba sentado a la mesa, sobre una silla vieja y de madera. Tieso como un palo, veía una película de hombres-lobo en el video comunitario mientras apoyaba su brazo derecho sobre la mesa y el izquierdo sobre el respaldo de su asiento. En el extremo de éste último siempre había un ducados humeando. Eran tiempos en los que el tabaco no estaba tan mal visto.

Al llegar a la habitación nos saludamos (él no se levantó, era un tío duro) y nos sentamos. Me miró con una leve sonrisa, la boca abierta mostrando unos dientes amarillos y descolocados y me dijo --¿y tú qué haces, Andres Jesús?”--. Yo me quedé callado por la vergüenza y él se rio al tiempo que añadía --“tú lo que eres es un vaina”--. En ese momento fui yo el que sonrió. Jamás nadie me ha vuelto a decir un insulto con más cariño. No dejaría de llamarme de la misma forma hasta que murió, de cancer de pulmón. Demasiados años de ducados.

Por aquel entonces, Eugenio trabajaba en la mina, con mi padre y no paraban de hablar del tema. Yo no sabía qué significaba aquello. Me lo imaginaba como una faena muy sucia. No sé si fue mi inconsciente pero esa fue la explicación que yo le daba a su color de piel, oscura y repleta de lunares con unas manos surcadas de arrugas y con dedos enjutos. Rosa, su mujer, estaba en la cocina y cuando terminó lo que se traía entre manos, vino con nosotros. Era una mujer muy alegre y servicial, de sonrisa ancha pero aquel día tenía la mirada vidriosa.


La charla de Rosa y mi madre derivó hacia el de la familia, concretamente hacia los hijos de la primera: Rosarillo, Carlos y Saturnino. Había una noticia: Rosarillo se iba a vivir con su novio, Ildefonso. Éste era militar de carrera y le habían destinado fuera de Sevilla, a Almadén. Al oír las palabras, Eugenio endureció el rostro. Él no solía hablar mucho, empleaba más bien frases cortas y directas pero en esta ocasión se explicó con todo lujo de detalles, de forma lenta y tajante. En ese momento, entró Rosarillo. Creo que en todo lo que la conocí, sólo la vi en casa de sus padres en dos o tres ocasiones y ésta fue una de ellas. Tenía la mirada baja y una expresión de tristeza en la cara. Nos saludó y nos explicó que se iba. Eugenio estaba rígido, en ese momento. Alzó la voz y le preguntó si lo tenía todo preparado y si sabía cuándo salían. Su hija asintió y se excusó para seguir preparando la maleta. Eugenio, llevándose el cigarro a los labios, exhaló a través de la nariz mientras parecía que dos lágrimas incipientes se formaban en sus ojos. En contra de lo que mi padre me decía, al parecer los hombres duros también lloran.

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