MI MAPA DEL MUNDO
MI MAPA DEL MUNDO
Mi casa tiene 35 baldosas. No creo que se le puedan llamar propiamente baldosas desde una perspectiva digamos vertical. A la distancia normal a la que cualquier persona se levanta del suelo sólo pueden contemplarse los trozos desconchados, las aristas ausentes, sólo se ve lo que no hay. A ras de suelo es distinto: uno está más en contacto con lo perdido y lo olvidado, con las breves vetas en el terrazo. El barro es dueño y señor de la explanada que conforma el suelo y si te pones a observar detenidamente, puedes ver las mínimas ondulaciones en los bordes del azulejo. Ni que decir tiene que las hendiduras son otro cantar, hay un montón de cosas que se pierden en esas inmensidades pues son tan inaccesibles como la cordura. De vez en cuando, te encuentras trozos, migajas de pan, restos de comida, la sal de las lágrimas, confeti despedazado con restos de pisadas, tierra, etc. Hay toda una colección de historia colectiva aquí abajo.
Al principio yo también estaba de pie. Era uno de esos que no reparan en lo que hay debajo y con el tiempo, en ningún otro sitio. Me desplazaba con mis largas piernas de aquí para allá y aún recuerdo, bueno no sé si recuerdo o más bien me imagino, como era sentir la tensión de los músculos, los movimientos aleatorios, el cruzar las piernas y bailar, todo lo que uno que puede hacer por puro aburrimiento o incluso por pura chulería. Estaba tan hasta el cuello, metido en esta vida hasta el tuétano que pensaba que nunca cambiaría nada. Alegre y ufano, tanto que mis amigos barajaban la idea de enseñarme a silbar, sintiendo como la excitación corría por mis venas como si fuera otro tipo de aire más. Pero un día aquello se acabó. Fue bastante confuso en mi cabeza, en la parte más cercana al mundo: recuerdo el negro, la variación del color y las voces apagadas, mi cuerpo yéndose, trascendiendo, abandonándome. Con el tiempo, me di cuenta de que en realidad había abandonado un poquito la vida aquel día, al menos la vida con estilo sobrio, la descuidada, la veloz y pasé de ir en bicicleta a andar. La diferencia principal fue una cuestión de celeridad, de cambiar la aceleración del estar.
Tirado por el suelo, las prioridades son otras, el instante se convierte en momento y cuando riego, crece hasta convertirse en trance, después veo tu retrato y mengua otra vez hasta hacerse instante que no puedo agarrar. Todavía recuerdo el día en el que hice que te instalaran. Te trajeron cuarteada, dividida en piececitas que apenas cabían en la yema de un dedo y yo les decía a los operarios"por favor, colocadla en el centro, vaya a ser que me pierda". Ellos no lo entienden, ahí suspendidos a metro y pico, me ven adorando un trozo confitado de terreno y creen que estoy loco. Se van retirando, mientras cogen sus herramientas y admiran los parches, las indicaciones, las fotos , las estampas familiares que si no estuvieran tatuadas aquí abajo estarían condenadas a acartonarse en un desfile visual. Sin embargo, ahora anidan bajo mis manos. Son como pájaros que atraviesan la estancia, pasando por delante de mis ojos, como mirlos blancos.
Las memorias que instalé están distribuidas por toda la casa, así me lo recomendó el doctor para hacer ejercicio. Me dijo que con la mitad del cuerpo paralizada no debía dejarme ir. Mi amigo el fotógrafo, añadió algo a la opinión del estilo "tampoco tienes que dejar ir la mitad del ánimo". Es curioso como el tiempo se encarga de dotar a las cosas de su significado, como si todos fuéramos cartesianos en un mundo cúbico y en realidad, estuviéramos viviendo a rastras por la ondulante superficie de un cubo del que no conocemos techo. El ánimo es una de esas cosas en 3d, englobando y circulando por el éter. Se te pega a la carne como un tatuaje cuando eres feliz haciéndote participe de esa ingravidez tan suya, flotando en un mar de vibraciones que desaparece cuando el ángel gris hace su aparición. Se me sube encima, cada mañana, con esa cara de absoluta vacuidad, de no estar y no esperársele, atento a cada detalle mínimo mirando lentamente las mismas piezas, las mismas piedras y el mismo color, mientras va cantando, descifrando en sus propios tarareos el sonido de la melancolía, esa rémora que chupa del estomago. Y la pesadez se convierte en sopa donde se mojan mis huesos. Me siento calado de mediocridad y tristeza, pero como aquel planeta que desfilaba en redondo por un espacio euclídeo voy en translación a lo ancho de la panza de la habitación, como si fuera un comepiedras agazapado tras la barrera de su propio alimento. La realidad se comba y aparece la excentricidad, cogiéndome de la mano para flotar sobre las imágenes.
Mis ojos son tan lentos como los del ángel, con la diferencia de que mi camino es menos tortuoso. Voy desbrozando la margarita de la distancia, a golpe de ti. En mi senda hacia el centro veo instantáneas, imagenes de lugares donde hemos estado, balcones donde nos hemos sentado, palabras y lenguas que no hemos entendido y malentendidos que no han ocurrido. Escondidos en el diseño intrincado de la red decorativa y apoyante de un banco se pueden leer los símbolos de un mensaje tantas veces repetido junto a la fotografía de tu casa y tu pueblo. Los recuerdos, los simpáticos voladores de nuestras cabezas, hacen de piernas y me trasladan a momentos, situaciones en las que me mirabas, me sonreías, de tal manera que no estoy varado nunca. Soy el lisiado más viajero del mundo.
[....]
El redescubrimiento más importante de Abdul fue sin duda alguna el sol. Teniendo cosida toda la casa de motivos personales, los elementos de la naturaleza cobraron si cabe aún más relevancia. No era lo mismo para él observar a Amina a la luz del astro rey, una vela, la electricidad o, siendo aún más afortunado, la luna. Las más de las ocasiones acababa el día echado frente a la ventana, disfrutando de una de las pocas cosas que aún son gratis, un atardecer, viendo como arden las últimas pertenencias de este pueblo.
Andrea Bruce es una fotógrafa centrada en las imágenes de post-guerra, sobre todo Irak y Afganistán, durante los últimos años. Ha colaborado con la fundación Noor en diversos proyectos en África y en la Biblioteca John Rylands, durante las primeras semanas del mes de Marzo, se expusieron parte de sus fotografías. Podéis encontrar la fotografía que inspiro esta mini-historia en este link:
http://noorimages.com/afghanistan-blog-0903-andrea-bruce/
Muchas gracias por vuestra lectura y en especial a Vera y a Miguel que me llevaron a la biblioteca en un momento de mi vida en el cual no leo.
Al principio yo también estaba de pie. Era uno de esos que no reparan en lo que hay debajo y con el tiempo, en ningún otro sitio. Me desplazaba con mis largas piernas de aquí para allá y aún recuerdo, bueno no sé si recuerdo o más bien me imagino, como era sentir la tensión de los músculos, los movimientos aleatorios, el cruzar las piernas y bailar, todo lo que uno que puede hacer por puro aburrimiento o incluso por pura chulería. Estaba tan hasta el cuello, metido en esta vida hasta el tuétano que pensaba que nunca cambiaría nada. Alegre y ufano, tanto que mis amigos barajaban la idea de enseñarme a silbar, sintiendo como la excitación corría por mis venas como si fuera otro tipo de aire más. Pero un día aquello se acabó. Fue bastante confuso en mi cabeza, en la parte más cercana al mundo: recuerdo el negro, la variación del color y las voces apagadas, mi cuerpo yéndose, trascendiendo, abandonándome. Con el tiempo, me di cuenta de que en realidad había abandonado un poquito la vida aquel día, al menos la vida con estilo sobrio, la descuidada, la veloz y pasé de ir en bicicleta a andar. La diferencia principal fue una cuestión de celeridad, de cambiar la aceleración del estar.
Tirado por el suelo, las prioridades son otras, el instante se convierte en momento y cuando riego, crece hasta convertirse en trance, después veo tu retrato y mengua otra vez hasta hacerse instante que no puedo agarrar. Todavía recuerdo el día en el que hice que te instalaran. Te trajeron cuarteada, dividida en piececitas que apenas cabían en la yema de un dedo y yo les decía a los operarios"por favor, colocadla en el centro, vaya a ser que me pierda". Ellos no lo entienden, ahí suspendidos a metro y pico, me ven adorando un trozo confitado de terreno y creen que estoy loco. Se van retirando, mientras cogen sus herramientas y admiran los parches, las indicaciones, las fotos , las estampas familiares que si no estuvieran tatuadas aquí abajo estarían condenadas a acartonarse en un desfile visual. Sin embargo, ahora anidan bajo mis manos. Son como pájaros que atraviesan la estancia, pasando por delante de mis ojos, como mirlos blancos.
Las memorias que instalé están distribuidas por toda la casa, así me lo recomendó el doctor para hacer ejercicio. Me dijo que con la mitad del cuerpo paralizada no debía dejarme ir. Mi amigo el fotógrafo, añadió algo a la opinión del estilo "tampoco tienes que dejar ir la mitad del ánimo". Es curioso como el tiempo se encarga de dotar a las cosas de su significado, como si todos fuéramos cartesianos en un mundo cúbico y en realidad, estuviéramos viviendo a rastras por la ondulante superficie de un cubo del que no conocemos techo. El ánimo es una de esas cosas en 3d, englobando y circulando por el éter. Se te pega a la carne como un tatuaje cuando eres feliz haciéndote participe de esa ingravidez tan suya, flotando en un mar de vibraciones que desaparece cuando el ángel gris hace su aparición. Se me sube encima, cada mañana, con esa cara de absoluta vacuidad, de no estar y no esperársele, atento a cada detalle mínimo mirando lentamente las mismas piezas, las mismas piedras y el mismo color, mientras va cantando, descifrando en sus propios tarareos el sonido de la melancolía, esa rémora que chupa del estomago. Y la pesadez se convierte en sopa donde se mojan mis huesos. Me siento calado de mediocridad y tristeza, pero como aquel planeta que desfilaba en redondo por un espacio euclídeo voy en translación a lo ancho de la panza de la habitación, como si fuera un comepiedras agazapado tras la barrera de su propio alimento. La realidad se comba y aparece la excentricidad, cogiéndome de la mano para flotar sobre las imágenes.
Mis ojos son tan lentos como los del ángel, con la diferencia de que mi camino es menos tortuoso. Voy desbrozando la margarita de la distancia, a golpe de ti. En mi senda hacia el centro veo instantáneas, imagenes de lugares donde hemos estado, balcones donde nos hemos sentado, palabras y lenguas que no hemos entendido y malentendidos que no han ocurrido. Escondidos en el diseño intrincado de la red decorativa y apoyante de un banco se pueden leer los símbolos de un mensaje tantas veces repetido junto a la fotografía de tu casa y tu pueblo. Los recuerdos, los simpáticos voladores de nuestras cabezas, hacen de piernas y me trasladan a momentos, situaciones en las que me mirabas, me sonreías, de tal manera que no estoy varado nunca. Soy el lisiado más viajero del mundo.
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El redescubrimiento más importante de Abdul fue sin duda alguna el sol. Teniendo cosida toda la casa de motivos personales, los elementos de la naturaleza cobraron si cabe aún más relevancia. No era lo mismo para él observar a Amina a la luz del astro rey, una vela, la electricidad o, siendo aún más afortunado, la luna. Las más de las ocasiones acababa el día echado frente a la ventana, disfrutando de una de las pocas cosas que aún son gratis, un atardecer, viendo como arden las últimas pertenencias de este pueblo.
Andrea Bruce es una fotógrafa centrada en las imágenes de post-guerra, sobre todo Irak y Afganistán, durante los últimos años. Ha colaborado con la fundación Noor en diversos proyectos en África y en la Biblioteca John Rylands, durante las primeras semanas del mes de Marzo, se expusieron parte de sus fotografías. Podéis encontrar la fotografía que inspiro esta mini-historia en este link:
http://noorimages.com/afghanistan-blog-0903-andrea-bruce/
Muchas gracias por vuestra lectura y en especial a Vera y a Miguel que me llevaron a la biblioteca en un momento de mi vida en el cual no leo.
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