EJERCICIO NO. 2 - EN UN LUGAR EXTRAÑO




La escritura desatada. Ejercicio no. 2 – En un lugar extraño...
 

 

Una de las cosas que más me gusta hacer en verano es pasear en bicicleta. Monto y atravieso a velocidad de crucero por sitios que nunca vi.

 

Esta vez fui en dirección norte, hacia Bury y en mi camino, vi a madres pasear con sus carritos. Una niña de mirada severa y tez oscura, a la que le adivino una inteligencia despierta, se quedó mirándome. El suyo debe ser uno de esos nombres árabes, tan bonitos.

 

Mis pedaladas me llevaron al Blue Bell, el bar más famoso de la zona. Estaba medio lleno. El camarero se aproximó, un poco extrañado y me preguntó si quería comer dentro o fuera pero como la mayoría de las personas estaban allí, señalé una mesa y me acompañó. Al sentarme pude reparar en mis compañeros de sobremesa. Sólo cinco lugares estaban ocupados, sobre todo, por gente anciana. Una de las señoras, la más vieja de la sala tenía un andador detrás del asiento y departía tranquilamente con su compañera pero una vez saqué la libreta para tomar notas, su actitud y la de los restauradores cambió. Comenzó a mirarme mientras no dejaba de mover su boca. Tenía una forma de expresarse decidida y el lenguaje corporal de su interlocutora decía que la escuchaba con atención.

 

En la mesa contigua, había tres mujeres que se situaban en un abanico con respecto a mí. Una de ellas, la de la izquierda, rara vez intervenía en la conversación y tan sólo asentía ante los embates de su compañera del centro, una mujer grande y colorada por efecto del sol que no dejaba de hacer gestos con las manos. Tenía gracia natural y desparpajo. La tercera, sin embargo, estaba preocupada, como ausente, humor que hacía juego con el color de sus ropas, azules. De aquel trío, era la única que no llevaba sandalias.

 

Otras tres amigas estaban a mi lado, en la última mesa de aquella fila, envueltas en un diálogo lento e interrumpido por los sorbos de té. Las otras dos parejas allí presentes, se hallaban al fondo junto a la máquina de café, desterrada de la barra y un grupo de personas ocupaban el tenderete rojo bajo el que estaba la única sombra en aquel lugar. Cuando hubieron acabado, mis tres vecinas y la anciana del andador y su pareja abandonaron la estancia dejando gran parte de su comida tras de sí.

 

Su ausencia fue cubierta por otros dos pares: uno joven y otro viejo. Los dos jóvenes llegaron antes y parecían ser del este. Por un momento asumí que debían ser polacos por sus rasgos y a juzgar por la expresión, ella no estaba muy contenta con él. Por su economía de movimientos, adiviné que debía ser una persona práctica y él, un hombre de aspecto desgarbado y poco cuidado, era más bien sencillo. Sostenían una charla donde ninguno reía. El matrimonio, ya entrado en años, hizo entonces aparición. Él, más serio y sin ganas de que le molestasen; su mujer, con dos muletas, se sostenía al lado de la primera mesa mientras saludaba a la chavala joven, que ahora sonreía. A pesar de sus ayudas para sostenerla, la lesionada se mostraba jovial y no paraba de hablar.

 

Poco a poco, la hora de comer se extinguía y todos nos recostamos un poco más en nuestras sillas. Los camareros estabán ociosos. Uno de ellos, el más alto, contaba chistes y parecía un poco canalla. Sus dos compañeros se reían mientras un hombre recogía su pinta de Guinness de la barra y ocupaba su localidad.

 

Me dio pena irme. Sólo en esta calle pude encontrar un hombre con pies descalzos y calcetines de colores que se despidió hasta la próxima. Era hora de volver a la ciudad.

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