ESCRIBIMOS SIN PARAR - EJERCICIO NO. 1 - LA ILUSIÓN DE TODOS LOS DÍAS




Escuela de escritores

Escribimos sin parar

Ejercicio no. 1 – Un giro inesperado


LA ILUSIÓN DE TODOS LOS DÍAS





Mathilda


Es invierno. La nieve seca no cae de los techos falsos y se llena del negro que hay sobre las casas, emborronando la estampa invernal de Durham. Estoy sentado en la cocina de Mathilda, leyendo un libro. Ella contempla el brillo de la escarcha a través de la ventana mientras lava los platos con agua fría. De vez en cuando abre y cierra sus manos para desentumecerlas. El calentador se estropeó y lo arreglará cuando tenga dinero. Sobre el fogón, el silbido de una tetera roja anuncia que el té está listo.

– ¿Cómo está Marta? – pregunta Mathilda.
– Como siempre. En cama.
¿Ningún cambio?
No.

Mathilda saca dos tazas del armario que aún conserva las puertas. Abre uno de los cajones, coge dos cucharas, las últimas que le quedan y sonríe. Acaba de ver el cuchillo de carnicero de su padre, una de las pocas cosas que conserva de él. Se acerca con las dos copas en la mano.

Vamos al salón y nos echamos una manta por encima – dice mientras remueve la bebida.

Al llegar, enciende la televisión.

Entonces, ¿no hay solución? ¿Qué te han dicho? – pregunta ella.
– No. Al parecer no hay expertos en el servicio de salud que puedan hacerlo. Cada vez que vamos, le hacen pruebas y después tenemos que esperar durante un mes. Además, poco a poco, su movilidad decae y no tiene fuerzas para ir al hospital. Si preguntas, te dicen que es algo inevitable y no puedo hacerse más por ella.
– ¿Y tú qué crees?
– Bueno, he estado haciendo averiguaciones, pidiendo segundas opiniones de otros profesionales y uno de ellos me dijo que podría ser operable pero no a través de la seguridad social. Tendría que ser privado.
Eso suena caro.
– Sí, lo es.
– ¿Qué piensas hacer?
– No sé. No puedo rehipotecar la casa ni pedir un préstamo. Podría hablar con el AFC Durham para ver si pueden organizar un partido benéfico.

Hundo la cabeza. Me coloco las manos sobre la cara, intentando no llorar. No delante de Mathilda. Ella está en una posición incluso peor que la mía. Su marido falleció hace años y apenas sale de casa. Soy su única compañía. De repente, siento como abraza mi mano entre las suyas.

– No te preocupes. Ya se nos ocurrirá algo – dice mientras fuerza una sonrisa.

Entonces, la canción de la lotería irrumpe. Están dando los números. Mathilda saca sus gafas y se las pone. Desdobla el resguardo que tiene en su cartera y empieza a comprobar las cifras.

– Eso es un cuatro, un quince, un diecinueve, ¿no? Un veinte, veintitrés y el cuarenta y cinco. El complementario… – dice y su voz se traba.
– El complementario es el nueve. ¿No lo ves? – repito mientras miro fijamente la televisión.
– Creo que… ¿Me ha tocado la lotería?

Nos miramos. No dice una palabra. Está con la boca completamente abierta.



A ver déjame que confirme. Sí, el cuatro, el quince, el diecinueve, el veinte, el veintitres y el cuarenta y cinco. Complementario, el nueve. Sí, te ha tocado la lotería.

Me llevo la mano a la boca. Mathilda me coge las dos manos. Está temblando. Me levanta y nos ponemos a bailar, nos deslizamos por la habitación.

– Tenemos que celebrarlo. Te invito a otro té. Lo siento, no tengo champagne – dice riendo.
– Venga, vamos.

Cuando llegamos a la cocina, prepara otra vez la tetera y me cuenta sus planes, ahora que tiene dinero.

– Voy a arreglar el termo. ¿Qué digo? Voy a cambiar la cocina entera y poner calefacción por toda la casa. Después, voy a viajar durante meses y comprar un mini...
– Mathilda...
– Y un caballo. Siempre me gustaron. Pero tendré que alquilar un establo, claro...
– ¡Mathilda!
– ¿Sí?
– Me gustaría pedirte un favor. ¿Puedes prestarme el dinero para la operación de Martha?

Mathilda calla.

– Pero...creí que ibas a hablar con el club de futbol. También puedes ir a la iglesia, ¿no? Seguro que organizan una colecta...
– Para cuando tengamos el dinero puede que haya muerto. Es una ciudad muy pequeña, Mathilda.
– Ya pero es que...nunca he tenido dinero. Siempre he ahorrado, mirando por cada penique que gastaba. Solo he salido una vez del condado...
– Lo sé pero entiende mi urgencia. No veo más solución.
– ¿Por qué me haces esto? Al final, todos me ponen entre la espada y la pared. Estoy harta de perder. ¡Déjame en paz!

Su cuerpo tiembla. Hiperventila. Dejo de mirarla y hundo mi cabeza otra vez.

– Está bien. Perdona – me disculpo. Siento que un nudo se cierra en mi garganta.
– Me alegro que lo entiendas, Nicholas. Yo...

Antes de que termine la frase, me abalanzo y comienzo a estrangularla. Se resiste. Me golpea e intenta zafarse en vano. Voy a matarla. Es la única manera de pagar la operación. Sin que me de cuenta, abre el cajón de los cubiertos y agarra el cuchillo de su padre. Justo al cogerlo, se desvanece. Sus brazos caen flácidos. La dejo reposar sobre el fregadero. He matado. Me acerco a ella para comprobar si respira. Silencio, el que solo la muerte es capaz de crear...

Un silbido estridente. Mathilda abre los ojos y me clava el cuchillo en la cara.

– ¡Muere hijo de puta!¡Muere cabrón!

Duele. Me acuchilla repetidas veces. Pierdo la cuenta. En una de ellas, golpea el suelo y rompe la hoja. Se derrumba sobre mí y llora. Nadie cobrará el premio.

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