REFLEJOS VITALES (LIFE REFLECTIONS) 2A SEMANA







REFLEJOS VITALES

Semana 2



     Son las 5 de la mañana. Hoy me he levantado sin escuchar el despertador, por inercia, tres minutos más tarde de la hora. Estaba tan profundamente dormido que no escuché la alarma, ese sonido repetido que me indica que mi compañera pelirroja debe dejarme. Me deja, se va como las almas cándidas, mirando hacia atrás y sonriendo, con el sol, aquel sol que a mí me gustaría tener todos los días. Me deja a esa hora en que la luz parece como la sombra de una botella de ron, un ocre oscuro que se va tornando más claro a medida que el hielo se funde. Hay un silencio que rodea la escena, el sonido de lo posible. Poco a poco las presencias van desfilando y si pudiera ver mi cara estoy seguro que vería aquella línea horizontal, ese pedazo de carne destensado, mis dos labios que se separan y que dejan pasar la fascinación entre mis dientes. ”Si quisieras quedarte, no tendría sitio para albergarte, pero siempre tendríamos este andén”, me gustaría decirle mientras el humo de las entrañas del tren se recorta en el cielo sin nubes, tan claro que un niño podría romperlo de una pedrada. La gente se mueve de un sitio a otro, ultimando la salida, ocupando sus posiciones y su mano es como una saeta en el aire al despedirse de mí, se queda en la puerta y me mira, yo la veo deslizarse a lo largo de la plataforma mientras el tren escapa. Quizá alguien en su sano juicio me diría: “no puedes querer a alguien en despedida perpetua”. Ya lo sé, tienen razón, pero hace ya tanto tiempo que mis sueños están anclados en paradas nocturnas que me enamoro de cualquier sombra.




Al incorporarme veo lo de siempre, la misma figura, el mismo travesaño, la misma corrida de la misma gota, si la habitación pudiera gritar me habría quedado sordo hace tiempo. Las mismas cuatro paredes blancas y  rugosas, los mismos reflejos. Pongo los pies en el suelo y le doy las gracias a alguien por haberme dejado sobrevivir otra noche, la supervivencia al día la pondré de mi parte; de paso, también le pido seguir soñando con la pelirroja. Miro a mi alrededor y veo una taza de café del día anterior. La cojo y me la llevo a la cocina, la lavo y me echo más café del día anterior. Sigo sin hablar. No digo nada. Conecto la radio y me siento a escucharla en el sillón mientras le voy dando sorbos a la taza poco a poco. Seguimos sufriendo los mismos males sin remedio, sigue muriendo la misma gente, los ricos siguen donde estaban, los pobres siguen sin nombre. Todo sigue igual.


A veces mientras estoy sentado, mi mente se evade y comienza a desbaratar la situación, capa a capa, intenta llegar a algún eslabón de la cadena donde la explicación del sentido de la vida sea posible pero cuando llego a las puertas de tan importante cuestión, las noticias de deportes me arrancan de esta sinrazón y me reducen a lo que soy. Ha vuelto a ganar mi equipo, lo cual me llena de una súbita, a la par que estéril, alegría y moviéndome hacia atrás comienzo a abordar nuevamente la cuestión anterior. Es en ese momento, cuando memorias de tiempo pasado comienzan a asaltarme e imágenes de casas y bloques de pisos de un azul pastel concurren en mi mente. No entiendo lo que mi cerebro intenta decirme, creo que está intentando sabotear lo del sentido de lo que hacemos, de lo que hago. Me está enseñando un puerta trasera, se siente juguetón. Desde luego, creo que tiene razón y no voy a llegar a ningún sitio.


     Perdido el suficiente tiempo, me incorporo y comienzo a vestirme. Lo que más trabajo me cuesta es encontrar la ropa, parece que intento ponerme zancadillas a mí mismo porque todas las prendas están repartidas por las distintas habitaciones. Consigo reunir todo en el mismo tiempo en que un blues se vuelve triste y pongo la comida en la bolsa. Uno de estos días voy a probar una de esas barritas energéticas que veo todas las mañanas, a ver qué tal están.

Cuando llego a la estación es de noche, como siempre, y poco a poco comienza el goteo insistente de personas, tan perdidas como yo pero hacia un lugar tan cierto como el común. Unos se sientan, otros deambulan y estiran las piernas, en cualquier caso, ninguno tiene la consciencia tranquila. Si nos parásemos a pensar en lo que hacemos, no nos subiríamos al tren. Nadie dice ni una palabra, no hay conversaciones, no hay amigos y, sin embargo, existe aquella camaradería del trabajo, ese mirar como diciendo “sé a lo que te dedicas y sí, es tan jodido como parece, lo sé porque yo hago lo mismo”. La mayoría de nosotros es gente de la calle, sin estudios y sin plan, no hay mucho porvenir al que agarrarse y en cuanto sale la más mínima oportunidad nos cogemos a ella como si no hubiera un mañana. Somos la parte ingrata de la sociedad, lo que el estado no quiere que se vea. Más de uno de los que están aquí ya ha matado antes y alguna que otra vez se le va la mano.

El tren llega lentamente invadiendo el silencio inconfortable que reina en la estación, mientras los ocupantes se alejan del extremo de la plataforma según lo pactado. Un hombre de verde, como todos los de la tele se baja de la locomotora y se abrocha el abrigo hasta arriba, hace frío y a juzgar por la humedad de la noche podría empezar a llover en cualquier momento, por eso su paso es rápido y decidido. Cuando por fin llega a donde estamos, saca una lista de uno de los bolsillos interiores y comienza a llamarnos. Su dentadura está maltrecha y apenas le quedan dientes. Tan pocos que sólo tiene dos, uno a cada lado de la boca, por eso acabamos poniéndole como apodo “el 1001”. Lentamente y con desgana, los encapuchados comienzan a subir en los vagones donde reina una oscuridad sepulcral, uno a uno, todos tenemos un vagón asignado en el que nos meten con los ojos vendados, como si fuéramos ganado. A mí como siempre me toca el vagón de cola. Es el más alejado de la máquina, aunque no me molesta, no hay restaurante en el convoy ni lo habrá nunca, la empresa escatima en gastos y de todas formas nadie compraría, no sobra el dinero.

De vuelta en mi compartimento, soy el único que habita por aquí, así que ante la perspectiva de no tener una conversación muy interesante me siento e intento dormir, quedan al menos dos horas antes de que lleguemos a nuestro destino, desconocido para más señas, no sabemos a dónde vamos y para evitar la tentación de que alguien se plantee seguir las huellas del tren en su tiempo “libre”, las ventanas están cerradas y pintadas de negro. No hay ninguna vista del exterior, no hay luz en el tren. No hay salida, así que toca ponerse cómodo. Sobre todo, teniendo en cuenta que una de las pocas cosas que logro subir a bordo conmigo es una manta, con lo que me echo en el asiento para intentar descansar antes de llegar al matadero y una vez que me extiendo cuan largo soy me doy cuenta de lo realmente oscuro que es todo esto. No sólo oscura la intención y la ejecución sino también la travesía. “Las tinieblas” comienzan a rodearme con un abrazo opresivo y agobiante a lo cual yo contesto con la única táctica verdaderamente decente que se puede llevar a cabo en este tipo de situaciones. Cierro los ojos y me pongo a escuchar.

Al otro lado de las puertas, las que me aíslan de los demás, hay un número indeterminado de personas (que no he contado, un error por mi parte) y, al menos, un representante de la empresa cuando no personal de seguridad, aunque no vamos a escaparnos del vehículo, no sabríamos volver. Lo que me intriga es cómo será el camarote en el que voy, me pregunto si tendrá algo de especial, si será nuevo o uno de esos antiguos vagones de tercera de asientos increíblemente duros que se te clavan en el culo y no te dejan dormir, aunque a juzgar por lo que sentí cuando me eché la manta por encima diría que el tren es viejo. Me imagino que será uno de esos en los que encuentras chicles pegados bajo los asientos e inscripciones del tipo “AxV” o “Jack estuvo aquí 23.07.36”, casi seguro que todo es de madera y las ventanas son de un único cierre central, con una persiana para tapar el sol.





     Otro rasgo característico de este tipo de trayectos es el sonido, un traqueteo incesante y regular que acompaña a mi duermevela. Conforme vamos siguiendo los raíles y cruzando traviesas, se hace cada vez más repetitivo, te hace ser más consciente de la distancia y de la acción humana, del esfuerzo necesario para construir aquella línea. Es indescriptible la cantidad de salvajismo premeditado y dirigido que nuestra especie puede desarrollar cuando lo enfoca en un proyecto particular y cuanto sentido pierden las palabras al ponerlas detrás del término ambición. El sonido no me deja dormir, intentaré concentrarme en la repetición, a ver si consigo quedarme dormido.
    [.....]


     Me siento como si mi cuerpo estuviera atravesando lentamente una ventana, un umbral delgado y maravilloso donde todos los colores fueran más brillantes, un paso líquido y a medio soñar. Como en todas las ocasiones, mi mente juega conmigo retardando el momento en el que Luz aparece frente a mis ojos. En este acto, me encuentro en mi casa y todas las ventanas están abiertas, puedo ver el jardín fuera, las rosas, la hierba creciendo ininterrumpidamente. Puedo ver los infinitos milagros que ocurren ante nuestros ojos, quinientas cosas ocurriendo a nuestro alrededor para las que no tenemos explicación y lo único que se me ocurre hacer es observarlo, mientras veo que en el hueco, en el estanque donde los nenúfares son sombras de tela pegadas a un edredón, yace su cuerpo, su pálido cuerpo rematado en rojo. Sensual en su contorno, moviéndose rítmicamente, arriba y abajo, con aquel contoneo pélvico. Yo, mientras me acerco a ella, por detrás sin que me vea. No quiero que sepa que estoy aquí, de ser así, se daría la vuelta y me besaría pero después tal y como vino comenzaría a desaparecer, se me haría tan etérea que tendría miedo de suspirar.

     Cuando me acerco a su espalda, veo los delicados redondeles rojizos, desperdigados aquí y allá, donde sólo la memoria de un amante podría localizarlos y apoyo mi cabeza en su espalda para poder escuchar su corazón. Hace tanto tiempo que no lo oigo que me pareció que iba a comenzar a llorar en ese mismo instante. Cuanto tiempo, dios mío, desde la última vez. Creo recordar que fue en primavera porque recuerdo las flores fuera.


     De repente, ella, por fin me halla y se da la vuelta. Antes incluso de terminar el movimiento, antes incluso de tener la intención, ya puedo notar que está sonriendo y, en efecto, cuando llega a mí lo hace con esa sonrisa, ancha, donde todo son labios y un blanco contaminado, malamente contaminado de excitación. Como si no hubiera más carne en el mundo, de esa especie que es débil.
Y Luz se recrea en besarme, mientras va pegando sus curvas, su larga figura sinusoidal al ángulo llano que es mi cuerpo. Las sabanas se desdibujan a lo largo de la cama y lo que antes era armonía ahora da paso a la invasión. Todo ocurre como en una sinfonía sin pausa, unas veces lento y otras rápido pero el ritmo es implacable. No sobra una brizna de tiempo para perderla en otra cosa que no sea devorarse. Con Luz siempre es así. Y al final, siempre quedamos sólo los dos, desangrándonos, como si hubiera un sumidero debajo y el alma fuera río en busca de un cauce, entrando dentro de una espiral que me engulle y me va separando de ella sin poder hacer nada por evitarlo. El gran vórtice me ha absorbido, dejándome como un pelele a la deriva, con las manos extendidas hacia ninguna parte y perdido en el vacío que a nadie le importa. Sólo hay reflejos en ambos extremos. Uno era de color rojizo, el otro no tiene y me temo que voy hacia el oscuro.


     Cuando aterrizo, lo hago de forma estrepitosa, dando con todos los huesos en el asiento, duro y sin curva. Abro los ojos poco a poco y después adapto mi visión, le están pegando patadas a la cama y lo peor de todo es que yo estoy en ella. Me caigo al suelo y ¿alguien? continúa vociferando algo sobre levantarse y dejar de hacer el vago, al tiempo que añade que “hemos venido a patear a los enemigos de la patria”. Esa es nuestra gloriosa tarea diaria. Creo que he sentido un golpe de algo duro y alargado, una porra, debe ser el revisor. Es bueno saber que está armado, habrá que tenerlo en cuenta para no buscarse problemas en un futuro. Una vez terminada la ceremonia del despertar me tira la misma cinta con la que me tapó los ojos al principio y me pide que me la ponga, al parecer nos queda poco para llegar.


     En efecto, aunque no logro ver nada, siento como el tren va frenando en su carrera y la inercia hace que los cuerpos se balanceen hacia atrás. El sillón trata de succionarme, parece como si este amasijo de madera no quisiera que me fuera. Mi mirada dentro del pañuelo está perdida y mi sonrisa es nerviosa, siento como los músculos del cuerpo se tensan y me dejan sumido en un estado de incertidumbre que me acelera el pulso. Los últimos estertores del tren  vienen a ser como el tic tac de un reloj que se va quedando sin pilas, cada vez más largos y sin un final claro, mientras las ruedas chirrían y añaden aún más tensión a mi cuerpo como si de un elástico se tratase.

He estado en situaciones peores antes, con el mismo (o peor) diálogo mental pero uno siempre se plantea la misma cuestión, ¿hasta cuándo?. Hasta cuando estas tinieblas, hasta cuando este silencio estéril, estas ganas de nada, la sensación de vacío en la boca del estómago. Unos lo llaman depresión, los que no están acostumbrados a tener que departir con uno mismo todos los días en un debate sin fin ni objetivo. Yo, simplemente, observo la marea mental y veo como se mueven mis pensamientos; las ideas que aparecieron en un lado de la orilla, lentamente se han desplazado hacia la derecha. El mar incesante es lo único preocupante.

     Mientras pienso en esto, se abren las puertas del tren.


     Edicion:          Miguel Silva Morencos
     Fotografia:     Vera Marques
     Texto:             Andres Jesus Mena Gallego



Comentarios

Entradas populares