REFLEJOS VITALES 3A SEMANA




Reflejos vitales

    
    Semana 3


     John sigue sin poder dormir. Alargando la mano y encontrando el mismo despertador en el que aparecen nuevamente las 4:57. Quedan tres minutos para las 5 pero eso no cambia nada.
  En la cama, se queda estático, pegado a las sábanas, mirando el reloj, con los ojos completamente abiertos. No está soñando pero tampoco en este lado de la lucidez. Simplemente mira, observa y mientras lo hace se dedica a ver pasar por delante de sus ojos, la cadena de imágenes mentales de lo que fue el día anterior, del salvajismo de la noche y el día anterior (e interior). Hacía tiempo que no tenía los mismos sentimientos de repugnancia y vergüenza, aparte del dilema moral de torturar a la gente. Ver en sus ojos el miedo y la desesperación, después la impotencia y, más tarde, la resignación. Todo ello, con una línea horizontal en su boca, adoptando esa actitud de "me importa una mierda, yo sólo he venido aquí a torturarte, no me mires". Pero en su cabeza, la frase seguía interminable: "a torturarte y a quitarte la dignidad, destruir la mía, alimentar el asesino y el animal que llevo dentro y, de paso, la ingeniería mental de este puto país". La lista se proyectaba hasta la saciedad.
      Una vez hubo recordado, pasó a la acción, utilizando el mismo truco que había empleado desde el principio, vaciar su mente. Para ello, pensaba en una taza, una gran taza de café, roja, con incrustaciones negras, que rezaba "Weiss". Aquel, en realidad, era un recuerdo de la infancia, concretamente de la cocina de su casa. Su madre le compraba tabletas de chocolate blanco de aquella marca. En la taza no había nada, estaba completamente vacía pero, de repente, surgía un chorro vertical de líquido oscuro y humeante que comenzaba a lavarlo todo como el vino hace en el cáliz de una misa. Lo único que diferenciaba aquella bebida de cualquier otro desayuno era el contenido. La sopa negra estaba colocándose en su sitio y el oleaje estaba cesando cuando, surgidos del fondo, bajo la superficie, hombres marrones del color del chocolate, intentaban trepar por las vertientes del vaso, mientras iban derritiéndose lentamente y gritando ante el azote de la disolución que se los estaba tragando. Desgraciadamente, aquella era una imagen de la cual no podía desembarazarse y tenía que sentarse a la mesa, con sus brazos cruzados, observando impasible el dulce naufragio.

Los próximos 20 minutos sí eran los de la paz mental y, en concreto, en el sentido cósmico de la expresión. El siguiente tercio de hora era para el sol y recordar los colores. Pensaba John que aquello parecía bastante pueril pero con su hijo había surtido efecto. Al lado del sillón (al que había decidido declarar su favorito) había una carpeta con un muestrario de cartulinas. Todos los cartones eran cromáticamente diferentes: amarillo, azul, verde, rojo, blanco, etc., con un tono claro, con un brillo fulgurante y metálico. Para ver los paneles se sentaba en su orejero, mientras ponía un viejo disco de vinilo a sonar con ruidos de lluvia. Coleccionaba sonidos de distintos países y distintas situaciones: dentro de un coche, en una tienda de campaña, frente a una ventana y mil y una disposiciones más. Completando el ritual, había una lámpara cuya bombilla imitaba la luz del sol. Había leído en alguna parte que aquella fuente de radiación provocaba el mismo estímulo en el cuerpo que la proveniente de Lorenzo, induciendo la liberación de las mismas hormonas y simulando (siempre simulando) la misma sensación de bienestar y pertenencia a una especie, ligada a un planeta, que tendríamos si simplemente devorásemos más luz y más naturaleza. Desgraciadamente, la humanidad no estaba en ese punto y tampoco había ninguna señal en sentido contrario.

    Sus dedos se resbalaban por las cartulinas coloreadas, intentando acariciar las rugosidades del metal y guardando una imagen mental de aquellas tonalidades. Eran las señas de identidad de un país, los símbolos de un equipo, la marca que daba la vida y la muerte, el venir y el estar del eterno sistema circulatorio de esta vida y, en este caso en particular, la diferencia entre la cordura y el volverse loco. Y John había decidido, hacía bastante tiempo, el no volverse majara, por muchas razones, la mayoría de las cuales no estaban presentes en aquel preciso instante. Así que se mantuvo en su posición, pasando una a una las fichas y cuando hubo llegado la hora de irse, se incorporó y empezó a calzarse toda la ropa, el gris reglamentario de pantalón y camisa para que no hubiera posibilidad alguna de que pudieran reconocerlos. No iban encapuchados para evitar mostrar su cara pero llevaban antifaz por si a los presos les diese por volverse "curiosos"; de todas formas, era una medida más orientada a producir miedo en los reos, para inducirles angustia psicológica y con una capucha, la escasa luz hubiera dificultado aún más la labor de confesión.

    Era, en todos los casos, una labor asquerosa y nauseabunda. La mayoría de los condenados se meaban encima cuando comenzaba el interrogatorio. Pregunta tras pregunta, la sesión se volvía cada vez más y más pastosa por el aire pestilente de las heces, desperdiciadas fuera del retrete, que los castigados deponían durante la tanda de cuestiones. La situación, a veces, se volvía tan absolutamente ridícula y monstruosa que los propios torturadores acababan vomitando en las esquinas por la fetidez de la sala. Era uno de los momentos más temidos por John, ya que dudaba de su propia capacidad para sobreponerse a ellos. Normalmente, solía apretar la lista de cuestiones hacia el final con el fin de provocar una escalada de tensión en el sujeto y en caso de que este evacuara, podía dar por concluida la prueba y abandonar el recinto.

       Prefería los cuestionarios largos a los cortos porque así jugaba mejor con la psique del torturado, procurando subidas y bajadas en la tensión del momento para acelerar hacia el final. No le gustaba utilizar artilugios ni tocar el cuerpo del detenido. La mayor parte del tiempo lo pasaba sentado, ejerciendo una violencia sorda, fría y cruel. Miraba a los presentes a los ojos y los perseguía con la mirada, evitando que mirasen para otro lado. Los acosaba por los laterales de las conversaciones y cortaba sus respuestas si no daban información. Todo con un tono de voz rayando en lo sibilino y diabólico.

      

A lo largo del tiempo que pasó trabajando en aquella prisión, perfeccionó su método. Al principio, hacía preguntas, obligaba a responder, reconducía las respuestas que no le gustaban y finalmente, presionaba todos los botones a su disposición para lograr la información que buscaba. Poco a poco, se dio cuenta de que la estrategia aún no siendo mala, no tenía unos índices de éxito muy altos. Simplemente, los "entrevistados" acababan a la larga (y después de ser reconducidos varias veces) por preferir morir antes de decir algo porque, al fin y al cabo, se sabían perdidos y sin ninguna posibilidad de escapar. Por esta razón, preferían morir, más concretamente, le perdían el miedo a la muerte. Llegados a este punto, pensó que valía más la pena empezar a desvelar la información que tenían acerca de los reclusos, incluyendo nombres de familiares, últimas residencias conocidas, lugares frecuentados, crímenes cometidos, destacamentos en los que habían servido, zonas a las que habían sido destinados, alias con los que se les había conocido, etc.Un día hizo su demonstración final.

       Al entrar en la habitación, un hombre con barba, de unos 40 años de edad y delgado, por la mala y escasa alimentación del recinto, estaba sentado a la mesa. Al oír entrar al interrogador, retiró los brazos, cruzándolos en el pecho y sellando los labios, le dedicó una mirada gélida. Sin darle nada, absolutamente nada. Todo su lenguaje corporal emanaba desdén y repulsa, al mismo tiempo que clavaba sus ojos en el suelo, evitando cualquier tipo de contacto visual. Se quedó rígido, sin articular palabra, casi sin respirar, mientras John comenzaba a preparar la sesión. Se sentó frente al cautivo y dejó su maleta a un lado. Era un hombre con un traje gris, en una habitación ceniza, dispuesto a hacer cosas más oscuras. No había adornos ni cuadros, nada que llamara la atención en las paredes. Le gustaba porque así tenía la máxima concentración y el preso no podía despistarse con ninguna otra cosa.

      Una vez se sentó a la mesa y colocó la maleta en su sitio, sacó un trozo de papel de la bolsa y lo colocó en un sobre. Acto seguido, le pasó este mensaje al reo, alargando la mano, sin decir nada. El otro lo miró incrédulo. ¿Eso era todo?, aquello era cualquier cosa menos gracioso. Además, lo había visto antes, sabía lo que había en el interior, una nota diciendo algo desagradable, casi seguro. Hasta seguir los bucles y las irregularidades del techo era más difícil que interpretar lo que acababa de ver. En cualquier caso, aunque el torrente de pensamientos fuera del mismo calibre que lo hablado antes y después del amor, se calló y no hizo ningún gesto. Mantuvo la mirada de John, por unos instantes más, sólo interrumpidos por el parpadeo intruso de alguna lámpara. El único lenguaje existente era el intercambiado por lo inanimado: el roce de las sillas en el suelo, el tacto de la barba al pensar, el traje ocupando el espacio adyacente del cuerpo. Pero ni una sóla palabra.

      La mente comenzó a agotar los escasos recovecos remanentes y, de una forma u otra, estaba claro que la situación acabaría por decantarse hacia una salida, literalmente física, de la habitación. John miró, sin mover apenas el cuerpo, la camisa del interlocutor. Le resultaba curioso ver las letras que conformaban su nombre en aquella plaquita metálica, con apenas espacio para el apellido y las iniciales. Habían escrito su apellido mal. No era con una "i" intercalada sino con una "j" o, al menos, así se hacía en origen, lo cual le produjo una carcajada interna y una sensación de abandono que, en realidad, nunca había dejado del todo desde hacía años. La guerra se había convertido en un sentimiento constante y, en cierto modo, en una sucesión constante de abandonos. Todo era una pesadez del alma. De todos los tipos: morales, políticos, físicos,etc. Tan desconectada estaba la sociedad, tal falta de ligazón existía que no habría más remedio que reinventar los mapas para explicarle a cada persona donde estaba y, sobre todo, donde se le esperaba.

        
       Se llamaba Hejtrej o al menos eso ponía en la placa. Era bastante común, había conocido infinidad de ellos en la madre patria pero nunca pensó que algún día aquel nombre llegaría a tener un sentido.

      Hejtrej comenzó a juguetear con los dedos en la mesa como si estuviese tecleando algún mensaje de su compañero inconsciente. No era de todas formas, una persona con una gran profundidad de pensamiento pero sí listo (según le habían dicho), muy listo. Comenzó a mirarlo, intermitentemente, su vista del sobre a John y de John al sobre. Abrió la boca como si fuera a decir algo pero no.....no dijo nada y se relamió. Lentamente, su mano se desplazó sobre la mesa, abriendo camino hacia el mensaje que podría no ser nada o cambiarle la vida, como un barco va deshaciendo las olas y dejando espuma detrás. Cuando cogió la carta, se retiró poco a poco de la mesa, como si aquello fuera una mano de poker en la que convenía no mostrar los triunfos. John lo miraba, como si fuera a caer dormido en cualquier momento, dando a entender que no había problema ninguno y se acomodó aún más en el puño que sostenía su rostro, hundiéndolo en la mejilla como si carne y carne fueran a fundirse súbitamente.

Finalmente, Hejtrej accedió a abrir la misiva e inspeccionó lo que había dentro. El papel era de un blanco completamente limpio, impoluto, que daba la impresión de contaminarse con simplemente tocarlo. Tenía un único mensaje en una de las caras. El resto carecía de importancia, aunque ponía aún más de relieve el mensaje. Lo manoseó, mientras intentaba recabar alguna información más de John, leyendo su lenguaje corporal, sus ojos, su rigidez, sin éxito. John era una piedra, se diría que era una estatua a la que le habían dejado tener un corazón, con la salvedad de tener un umbral de energía anímica que se precipitó al suelo cuando el compañero de celda leyó la nota. Bajando los ojos, sólo los ojos, la caída de todo un imperio pareció traslucir a través de la cáscara que era su cuerpo. Aquella era la lenta agonía de la menguante parte humana que le quedaba.


         Hejtrej no daba crédito a lo que leyeron sus ojos.

         Edición:          Miguel Silva
         Fotografía:     Vera Marques
         Texto:              Andres Jesus Mena Gallego 

           

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