Reflejos vitales 4a entrega






REFLEJOS VITALES



     Semana 4


      No conseguía separar los ojos del papel. No podía ser cierto. ¿Cómo podían saber aquello? Se diría que aquella nota la había escrito un amigo de la familia o alguien que le conocía, prácticamente un vecino pero estaba en territorio hostil. ¿O quizás no? De repente, comenzó a sumar posibles variables, diversas posibilidades. Extraña la forma en la

que la mente humana trabaja, llegando a conclusiones que de otra forma parecerían propias de una película, pero eso era precisamente en lo que se habían convertido sus vidas, en un futuro film del que otra gente hablaría. Curiosa la circunstancia de la credibilidad, la gente solo se vería reconocida cuando su historia apareciera en la gran pantalla. Pero en su cabeza, sabía que aquello era cierto. Estaba atrapado en una casa grande hasta donde llegaba la vista, una masa cuadrada a juzgar por la forma de las habitaciones, donde la luz del sol no llegaba. La sequia era tal que los centinelas se consolaban con la triste luz de una bombilla de delgada cintura en cada una de las piezas. Todo tenía el aspecto de lo que precisamente era, viejo. Los pasillos, estrechos y sofocantes por el sonido continuo de los ventiladores, tan oscuros que no llevaban a ningún lado y amenazaban todos los días, como un matón, el escaso espíritu de torturadores y torturados hasta el punto de que los afectados accedían a extremar aun mas sus propios roles, los opresores metían cada vez más miedo y los oprimidos parecían cada vez mas pequeños.


     John observo poco a poco el cambio operado pero, como siempre, no pudo decir nada. Era un hombre pegado a una boca porque, cada vez más, sentía que no tenía capacidad ninguna de decisión. Su vida se había escapado de su cuerpo para acabar siendo un halo de lo que fue, como la sombra que lo acompañaba en todas las direcciones. A veces se encontraba a sí mismo haciendo esfuerzos por mantenerse despierto, no en el sentido de quedarse dormido sino para no perder el hilo que lo unía a la consciencia. Sus ojos, de cualquier forma, seguían siendo los de un águila en pleno descenso cuando se trataba de presionar. Hejtrej podía dar fe de ello. Lo miraba entre ceja y ceja, decidido a no dejar traslucir ni un ápice de sus pensamientos, clavando su mirada en la suya para inducir a su propio cuerpo a no moverse, un sutil truco para ganar tiempo mental. El silencio rodeaba la escena. Los dos contendientes, sentados, frente a frente, sin moverse, sin hablar, esperando algún tipo de señal y dejando transcurrir el momento.


     De repente, John comenzó a despertar de su letargo y dejó de cruzar sus brazos colocando sus manos entrelazadas y a la altura de sus rodillas. Pero seguía mirando a su presa que ahora comenzaba a sudar. En ese momento, se incorporó y mientras estaba de



pie, sin dejar de mirar a Hejtrej, le dedicó una sonrisa cínica que llevaba escondida la peor de las promesas. Se abalanzó sobre él. Hejtrej no tuvo tiempo más que para ver la ráfaga de un hombre colérico yendo directamente hacia las patas de la silla donde ya no habría de permanecer más tiempo sentado. Le derribó y cuando estaba en el suelo, primero comenzó por agarrarlo de la solapa y abofetearlo pausadamente con el reverso de la mano, se podía ver perfectamente que John estaba disfrutando sádicamente de cada uno de los impactos. Al mismo tiempo, con su torpe acento de alemán, le decía algo del estilo "¿qué vas a hacer ahora, eh?, soldadito, ¿vas a esperar refuerzos? Malas noticias: todos los refuerzos están muertos, tus amigos......están muertos, tu familia.....está muerta, tu mujer.....se largó con otro o acaso creías que iba a esperarte. Ya...no...queda...nadie", se retiró un poco de la cara de Hejtrej y le dijo, al mismo tiempo que balanceaba la suya en tono de mofa, "ya no eres nadie, estás muerto, eres un cadáver andante". Mientras oía estas palabras, el humillado sintió ganas de llorar, recordaba todo de su vida pasada, los buenos y los malos momentos, solo que los malos ya no le resultaban tan insoportables. La gente que había conocido, por obra y gracia de la violencia, se habían convertido en sus vagabundos mentales con la inexorable sombra de la duda siguiéndolos, intentando agarrarse a esa luz que separaba a los vivos de los muertos. Pero él ya no sabía quién seguía estándolo y quién no. En realidad, cuando cayó de la silla al suelo, aquella fue la lenta confirmación de la caída de la escasa voluntad que Hejtrej aún poseía.



La lluvia de golpes era tan cruenta como pensaba, aguijonazos de una abeja picando



hasta la extenuación. Y la abeja le  aguijoneo con el salvajismo de los que se sienten perdidos. Como si no hubiera un mañana. Todo sería un mal sueño y como tal, despertaría en una masa de sudor, en un lago de vergüenza que le recordaría que ya no era un hombre. Era un animal, con una inteligencia derrotada porque los escasos momentos de lucidez quedaban tan lejos como el sonido de un duermevela. El animal volvería al redil y después al corral. Había una canción en su país para lo que él estaba haciendo, cantada por voces que hablaban de una hermandad que no podía ser traicionada y siempre que la escuchaba se acordaba de Irina y de sus padres, de la zona de los lagos y la presa de donde surgió un juramento preñado del orgullo de una nación. La suya había sido la caída de una generación de mesías guerreros, de hombres nacidos de la arena, de una tierra bañada por el mar que nunca desfallecía.

     Ahora que su puño se retiraba y había cumplido su misión dejó paso al desangramiento. Hejtrej debía partir con todos los honores. Llamó a los guardias y les pidió que dejaran aquel despojo humano de sangre y recuerdo en su celda. "Ha confesado", les dijo y con un lacónico gesto de su mano, les indicó que aquella sesión había acabado. El informe del interrogatorio sería completado durante la mañana siguiente, había cumplido con su cometido y sinceramente, no quería dormir. Su consciencia le pertenecía al lobo deambulante que llevaba dentro y sus ojos centelleantes alumbrarían su insomnio. La capacidad de desguazar la realidad con sus colmillos sería la que mantendría a John despierto, iba a despedazarlo todo, a comerse el mundo empezando por el estomago. Estomago comiendo estomago. Como siempre, hambriento y errante en su cementerio de sueños.



Los guardias desenterraron el cuerpo sanguinolento y torpe de Hejtrej Schweimann del suelo, el cual se retorcía de dolor. Las risas apagadas de los centinelas fueron lo único parecido a un llanto de plañideras que nunca existieron en aquel pasaje de sus



vidas, algo que nunca llegaron a recordar. La nota de John seguía estrujada en la mano del retirado cuando lo cargaron y depositaron en su cama. John se dirigió hacia su butaca y recogió su casaca pasando por delante del enorme cristal que blindaba la sala. Un hombre con una cicatriz en la mejilla lo miraba detenido, con gesto duro, al otro lado del vidrio. Levantó su mano y extendiendo el brazo le hizo la señal del pulgar. Estaba hacia arriba. Lo había hecho bien. Había masacrado a aquel pobre ignorante, repetidas veces, hasta que su cabeza había dicho basta, sin rastro de humanidad en la pieza, hasta que ya sólo quedaban la luz de la habitación y él. No le importaba si al jefe le parecía bien o no, era algo por lo que le pagaban (no muy bien, por cierto) pero a tenor de lo que había observado tenía una carrera esperando para él dentro del gremio.


     La mano bajó y se situó a la altura de la cintura. El hombre de la marca bajó la vista y se encaminó hacia otra habitación, a través del pasillo. El largo y oscuro pasillo. John lo siguió con la mirada mientras abandonaba su campo de visión. Siempre hacía eso, siempre se iba. No paraba a dedicar unas palabras, no decía "buen trabajo", sólo lo advertía, no se comunicaba, en definitiva. Así que no sabía qué creer acerca de aquel individuo. Por supuesto, los demás hablaban de él, inventando las más increíbles y desvirtuadas descripciones de aquel ser, yendo desde escarceos ocasionales con la violencia como la leyenda negra de que coleccionaba cascos y botas de los que habían muerto allí hasta métodos...digamos.....más oscuros como el hecho de que una de las habitaciones estaba siempre cerrada y nadie había podido acceder nunca a ella. En ella, figuradamente, estaba encerrado su hijo, no apto para la visita ni el contacto humano. El hombre era una especie de mutante en ciernes, llevaba el germen de la malformación consigo, algo ampliamente ridiculizado en aquel país: su hijo le iba siguiendo de cárcel en cárcel para recordárselo. Por aquello de la vergüenza y evitar el intercambio de información, el responsable de todo aquello se había convertido en un ser huraño y había perdido toda empatía y capacidad de relación con el mundo exterior. Aquella era la historia no publicada. Pero en realidad, estaba tan cerrado como el vientre de un misil. Vivía en su torre pero a diferencia de otras, esta no estaba en alto si no a ras de suelo. La altivez no era una de sus cualidades, tampoco la arrogancia, simplemente no quería formar parte del género humano y los acólitos se callaban cuando lo veían aparecer, no por reverencia ni por respeto, era por temor, puro y genuino temor. Temían aquello que no conocían sin saber que la sensación era mutua. Ellos no sabían lo que ocurría en la mente del jefe de todo aquello pero si hubieran podido verlo quizá su estancia habría sido más placentera; sin embargo, como diría cualquiera de la calle, aquellos eran malos tiempos y los malos tiempos comúnmente acaban afectando las voluntades y por ende, todo lo asociado. Un cura podía dejar de emplear las manos con las que alzaba ostias antes para empuñar un arma si estaba muy desesperado o para esconder un pueblo entero bajo una iglesia. Los intereses humanos, como los corazones, basculaban sensiblemente, lo habían hecho siempre, dependiendo de la necesidad y el momento. La historia de la humanidad desgraciadamente, estaba llena de ese tipo de cuentos sin final feliz, en los que al final acababan muriendo millones de personas y el vencedor no es más que el menos derrotado.




La mente de John había dejado de pensar ahora en el hombre del pulgar. En realidad, tras los interrogatorios tenía lugar en su cabeza un vacío que lejos de esclarecer le hacía plantearse la utilidad, el significado de aquello en lo que se había embarcado. Se sentaba en la silla, mirándose las manos, casi siempre llenas de sangre. Aquel elemento se le pegaba a la piel, circundando cada una de sus arrugas, aparecía entre las uñas y la carne, poniendo de manifiesto el paso sangriento del tiempo. Las irregularidades del tejido eran como pequeños islotes magullados, surcados de miles de estrías como las carreteras de un mapa. Se quedaba mirándolas y poco a poco su intelecto le transportaba a otra escena. Al mirar las suyas, recordaba las manos de Jack, su padre. Silenciosas, agarrando una taza de café y algunas veces un puro que se colocaba entre los dedos, tocando al anillo de casado, al cual le daba un par de sacudidas de vez en cuando para que aireara y estuviese encendido al alcanzar sus labios. Su padre se rascaba entre los dedos, con una sonrisa ancha dedicada precisamente a él. En la ocasión que John recordaba llevaba aquella gorra tan suya, de pillo, abombada en la parte de arriba. Se sentaba a su lado y le hablaba de la vida en general, aunque él no entendía mucho de lo que le decía, "no te preocupes, ya entenderás ", repetía varias veces esa frase mientras le calaba la gorra por debajo de los ojos dejándolo sin vista.


Era un ser que, a pesar de sus orígenes humildes, todavía conservaba su entereza. No era amigo de amilanarse, ni dejar cabos sueltos para una posible derrota, simplemente utilizaba su cuerpo para respaldar lo que decía y su planta no variaba ni un ápice. Solía decir "los cobardes cuando amenazan son muy fáciles de derribar, no hay nada detrás de sus palabras. Cuando les haces frente se diluyen como un azucarillo". Por estas y por otras razones, John se hizo soldado. No soportaba la idea de tener miedo, era algo superior a sus fuerzas: cuando veía llegar el peligro solía llenarse más de mala leche (también llamado coraje) que de aprensión generando un mejunje pastoso, una dialéctica que impregnaba todos los circuitos de su cerebro. Se pegaba a los pensamientos del ansia, a los largos espacios surcados por la paciencia, perseguía las ráfagas de la impulsividad como un perro ladra detrás de un coche, lo recorría todo para bien y para mal. Esta pasta acababa desmoronándose, derritiéndose, fundiéndose, para ser un río de agua que escapaba como un torrente, sin dirección definida, del que sólo importa el surco que deja.

     El día que se lo comunicó a su padre creía que iba a ser bien recibida, la noticia, sin embargo, cayó en saco roto. Su padre bajo la vista en dirección al plato de comida vacío, pensando que aunque él no tenía nada que ver con aquella decisión, en cierta manera, la había promovido, todos la habían promovido. "Hemos estado peleándonos desde que Dios nos creo y no parece que eso vaya a dejar de ser así". Por eso, por ese simple pensamiento, pensó que su hijo tenía razón en haber escogido aquella profesión, nunca le faltarían plazas donde ponerlo en práctica, ni frentes que no necesitaran su presencia, al fin y al cabo, las guerras se alimentan de soldados y son creadas por los sedientos, pensaba. En efecto, nunca le faltaría trabajo. 

     La mente de Jack funcionaba de esa forma tan básica y maniquea al mismo tiempo. El plato nunca estuvo vacio en su casa y eso era lo único de lo que tenía que preocuparse a diario pero existía algo en toda aquella opción que le escamaba, quería saber de dónde saco su hijo la idea. El nunca hizo apología de la batalla ni le dio demasiado bombo a la cuestión, existía la presencia policial, por supuesto, en aquellos tiempos en la calle, tanto que no se podía imaginar una parte de la ciudad sin un oficial transitándola y no porque estuviera mal visto o algo parecido, antes bien, tenían la ventaja de haber salido reforzados del último conflicto con lo que la población veía la oficialidad desde un punto de vista digamos "cotidiano". John, nunca fue de muchas palabras, se sentó a la mesa donde todavía aguardaban los platos vacios, mientras afuera la lluvia seguía cayendo. No era aquella precisamente la mejor de las situaciones, ni el más alegre de los escenarios para sostener aquella charla pero, al contrario de lo que pudiera parecer, no tenía especial problema para abordar los temas más capitales, tales como la violencia, la vida, el olvido y cualquiera de sus sustitutos. Así que comenzó a sacar de su garganta sus primeras palabras como hombre adulto, aquellas con las cuales explico a su padre el por qué de su elección y de la consiguiente porción de destino que le acompañaría por siempre. Visto desde fuera de la habitación, aquella podría haber sido vista como la discusión entre el imberbe y el hombre maduro, como si uno se estuviese hablando a sí mismo o a la progenie que se iría creando implacablemente a lo largo del tiempo. El viejo asentía, mirando fijamente al interlocutor, sin desviar su mirada. John siguió moviendo su boca, frase tras frase, mientras su padre lo miraba sin decir nada, con los ojos abiertos como platos, admirando la determinación de aquella persona y el discurso, algo en lo que nunca había reparado. Desde que conocía a su hijo, nunca se había planteado la manera en que se expresaba pero lo hacía como si aquello fuera de una importancia capital en su vida. Ahora comprendía las motivaciones y el motor que operaba en él. Fuera, la lluvia dejó paso a la nieve. Millones de copos inundaron la ciudad, convirtiendo el paisaje en un tiovivo blanco donde el viento lo aceleraba todo. Tiempo después, su padre recordaría aquel día con el color blanco que lo envolvió todo. Aquella claridad estaba mezclada también con el rojizo del escaso sol presente, invadiendo la tierra con sus escasos y tibios rayos. A todo este recuerdo, John le añadió el hilo musical propio de una sinfonía, una que empezaba a golpes, a retazos de gloria y después comenzaba a complicarse conforme los copos iban ocupando cada uno su lugar en el suelo empedrado de aquella calle, de aquel tiempo.

La sinfonía, finalmente, se acabó en su mente y fue sólo él. Sólo él, en aquella habitación, aquel cubículo blanco, de paredes decoradas con ojos de otros videntes, ventanas abiertas a la oscuridad. Miró a su alrededor y vio lo de siempre: la moqueta, la silla, la mesa, el cuadro completamente impersonal colgado del tabique. Todos, elementos que si él hubiera podido elegir, no estarían allí. Recordó fugazmente, ahora, la paliza que acababa de propinar y notó como se le secaba la garganta y el corazón luchaba por salir de su pecho. Aquel era un sufrimiento íntimo e intenso. Nadie lo entendería. Una vez que consiguió recuperar la compostura, se irguió, no quería verse a sí mismo como un débil, le sacaba de quicio la idea. Se dirigió hacia la mesa y se sirvió un vaso de agua de la jarra que milagrosamente, no había caído al suelo durante la escaramuza. Mientras lo apuraba, enfocó la vista en la ventana, el mural de cristal y vio su forma, la figura de su cuerpo recortada sobre la superficie reflectante. Le faltaban trozos, no tenía todas las curvas, ni todos los trazos de su anatomía. Era un hombre incompleto, inconcluso sería la expresión más exacta, teniendo en cuenta lo que nadaba por la oquedad de su cabeza y ahora lo estaba viendo reflejado. Suspiró lentamente, perdiendo por escasos segundos cualquier noción de la realidad. Sin mirar hacia ninguna parte.

Lo mejor, lo más sensato era abordar "las tinieblas" y desaparecer de aquel sitio, al menos hasta el próximo asalto. Era lo más justo. Recogió lo poco que tenía en su poder y se aprestó a abandonar la habitación, no sin antes verificar que la luz de la lámpara exterior estaba encendida. No iluminaba mucho, en realidad todas las operaciones fuera de las habitaciones seguían siendo movimientos orquestados en la oscuridad. La luz estaba allí y sí, estaba encendida. En ocasiones, parecía que todo aquel entramado lo sostenían aquellos luceros. Si alguna vez desfalleciera alguno, aquel ala del edificio virtualmente desaparecería, sumiéndose en lo oculto, donde hasta los peores temores de los policías se podían hacer realidad. Era por esto que siempre miraban. Abrían sus ojos para ver todo lo que pudiera mostrarse y sólo podían ver formas, siluetas de otros compañeros. 

Cuando John asomó a la puerta encontró el panorama común y habitual, nada que ser observado con gran detalle pero al girar la vista pudo ver uno de los espectáculos más nefastos (por lo que prometía) que podía verse en aquel laberinto de inmensidad negra. Cinco guardias con sus respectivos cinco rehenes, estaban apostados a las puertas de otras respectivas salas. Las preguntas iban a comenzar y la sangre iba a correr. Los centinelas procedían a abrir las puertas pero antes debían encontrar la llave. La estampa era algo que podríamos llamar cómico si no consiguiéramos recordar la razón por la cual estaba allí. Los hombres encapuchados, con el ligero temblor que precede a la explosión, comenzaban a sopesar las distintas opciones, pasando sus manos por los distintos trozos de metal, acariciaban las muescas mientras desechaban las llaves incorrectas. Cada uno tenía veinte en su juego personal. Hasta aquí y por lo visto aquella tarde, todo era normal excepto por un pequeño detalle. Una de las manos no temblaba. Uno de los torturadores no vacilaba, tenía perfectamente claro qué y dónde tenía que hacerlo.





Era un hombre alto y corpulento, con brazos gruesos y fuertes, llenos de pelo rizado e hirsuto.  Sus movimientos eran gráciles y lentos, totalmente estudiados. En su juego de llaves sólo había una, así que no es de extrañar que fuera el primero de ellos en hacer "clic", aquel fatídico sonido que ponía la mente de los cautivos a funcionar contra el reloj, que disparaba su ansiedad. Como era de esperar, una vez abierta la puerta, el hombre no hizo grandes aspavientos y una de las personas del séquito se colocó junto a él para guiarlo. John observó la escena intrigado. Para aquel hombre se podría utilizar cualquier adjetivo pero ninguno de ellos sería "ordinario": había algo que no encajaba. No se movía de la misma forma, no tenía las mismas costumbres, ni siquiera era físicamente igual. Era a todas luces un extraño, una mole sin identidad.

Necesitaba saber. El problema de todo aquello era que sin un nombre, sin una cara, con tan sólo una máscara, no podía acallar su mente. El escenario de su psique se vería invadido de innumerables posibilidades que acabarían por devorarlo por agotamiento. La única buena noticia acerca de todo aquello era que, al final de todo, sería capaz de dormir bien por una noche. 

Texto: Andres Jesus Mena Gallego
Fotografia: Vera Marques
Apoyo a la edicion: Miguel Silva Morencos.
           
             

  

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